martes, 16 de abril de 2013

MALOS PRESAGIOS PARA EMPEZAR EL DÍA


El viento, el mar, la lágrima, una ola,
otra mala noticia: se ha muerto fulanito,
la memoria, la sed y el infinito,
la resaca, la ausencia que desola.

Se me viene la muerte en batahola
y el dolor me corona despacito.
Soy una llaga infecta, el cuerpecito
en que la soledad gasta pistola.

El golpe de una porra en el recuerdo,
las deudas, los desahucios y la usura.
Me asomo a la ventana. ¿Cuánto pierdo?

Tan sólo perderé mi encarnadura,
pues todo lo perdí, ahora me acuerdo,
porque esto de vivir no tiene cura.

                                               PEDRO ATIENZA

miércoles, 3 de abril de 2013

LA VIDA A PALOS


MARTINETES  (cap. 1)


                 Según me tienen dicho ya nací con el rumbo errado. Tanto es así que ni siquiera me llaman como me llamo. Atiendo por “El Alcayata”, pero mi verdadero nombre es el de Eudovigis Valencia Malasaña, gitano de la “manta  de arriba”, o séase cuchichí de padre calé; de sexo, hembra y nacido el cuatro de Junio de mil novecientos cincuenta y cinco en Madrid, según consta en el Registro Civil de un juzgado cualquiera.
                 No, ni soy transexual ni tengo el paso cambiado, que nací con el “mandao” en creciente para servirle a Dios y a usted; pero me bautizaron con nombre de mujer, como a otros muchos gitanos, para no entrar en quintas y así librarme del servicio militar, cosa de payos, al fin y al cabo.
                 Lo cierto es que vine a la vida con trampa incluida a pesar de mí mismo, un regalo envenenado, expulsado de la barriga de mi bata para dar quebrantos al universo-mundo mientras rodaba a mi albedrío por los esquinazos fronterizos de esta perra existencia, que también es la suya, oiga usted.
                 El caso es que llego hasta aquí con su permiso, señor, a mi propio arrimo, para cantarle mi vida a buchitos, a poquitos, de cante en cante, pues así se me vendrá más fácil a la boca esta narración y, de paso, digo yo que me sacaré la mala sangre de mis adentros y las duquelas de mi alma, jipío a jipío, convertidas ya en puros sonidos negros que me devuelvan hasta el embarcadero de mis recuerdos sin cobrarme rédito ninguno.
                 Hay veces en que pienso que soy cante, aire interior movido a trompicones y hecho sonido por los sucedidos que ahora voy a contarle, señor, en estos ratos perdidos en que desde mi pecho quiero dictar lo que no está escrito, diga usted que sí.
                Lo haré a la manera de aquellos hombres crudos y camastrones llamados pícaros, que me preludiaron en estas lides y que tan acertadamente cabalgaron nuestra prosa. Ahora mismo voy a ponerme farruco y a cantarle a usted las cuarenta y lo que se tercie, dándome de bruces con mis tiempos pasados, que por pasados son los únicos posibles y aún por eso no podemos revivirlos, conformes tan sólo con evocarlos para seguir tirando. Pero a lo que vamos.
                 Vine al mundo con el hambre de la postguerra a cuestas y con la persecución a mi raza arrastrada, que ya comenzó cinco siglos atrás por mor de la primera pragmática de los Reyes Católicos contra los gitanos, pero mi primera memoria la guardo en forma de cante: los martinetes, ese son auroral que anticipó los demás cantes, poderoso aullido de fragua y de batalla que deja sin resuello a quienes le ponen voz.
                 Quiero decir con esto, señor, que ya mi primer lloro era cante y viceversa. La hambruna, digo yo, también ayudaría lo suyo en eso del llanto, aunque lo seguro es que toda mi parentela me crió cantando y llorando cuando era “morito” todavía. Ellos son testigos de lo que digo.
                 Lo de cantar jondo es asunto profundo, milagroso y escurridizo, porque además de la dificultad que entrañan las armonías disonantes y, sobre todo, el compás, hay que sumarle la flamenquería de la voz y todo cuanto no sabemos de nosotros mismos.  El cante “güeno” se presiente y llega del tirón, cuando menos se le espera, como si te invadiera un diluvio sagrado llegado del más acá que se clava en el pecho de quien lo voltea como si fuera una campana. ¿Sabe  que le digo?, que durante muchos años cantar y llorar para mí fue la misma cosa, la esencia sonora de mi pena.  Y, puestos ya, le voy a secretear una leyenda muy antigua que corre de boca en boca entre mi gente, pues la letra escrita no la conocen.
(Primer capítulo del libro La vida a palos, de Pedro Atienza)