Dos de noviembre. Día de difuntos. El mercado de la muerte goza de buena salud. Una multitud multicolor se congrega en el cementerio de Licto, humilde y arrumbado, clavado en un hondón tutelado por las alturas verdeantes de la Cordillera.
Los indígenas lloran en quichua e invocan a sus muertos mientras comen y beben con ellos, postrados como sombras menudas en torno a montículos terrosos que hacen la función de tumbas.
Suena una música de vientos triste y monótona, desafinada, delante de una fosa, como convocando al difunto que la habita a un baile siniestro en su honor. Un muerto recién muerto tiene sed. Se la sacian rociándole con aguardiente del país.
Nunca había visto a la muerte vestida de domingo.
DÍA DE DIFUNTOS EN LICTO
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Cesare Pavese
Un nombre y una cruz. Tierra desnuda.
Almuerza alrededor toda la indiada
como invitando al muerto a la fritada.
¿Quién vivo y quién difunto? Esa es la duda.
Una música llora. Acaso acuda
acompasado un muerto a la llamada.
Ponchos y sombreritos la celada,
mundana invitación que no se muda.
La muerte en estos pagos tiene ojos,
anfitriona mortal en este día.
Una indiecita reza y cae de hinojos.
Llueve otra vez. La vida está vacía.
Llueve sobre la vida y sus despojos.
Llueve. Desafinada melodía.
Pedro Atienza, tomado de "Funambulismos Ecuatorianos",
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