sábado, 27 de noviembre de 2010

LA LEYENDA DEL PRÍNCIPE PERDIDO



Nunca el flamenco fue un reino, pues sus fronteras son intangibles y sonoras, líneas imaginarias que median o merman desde cada doliente grito que las hace nacer o morir. De modo,  que el Flamenco podría ocupar el mundo entero pero el mundo jamás ocuparía el flamenco.
Los que sí existen carnalmente, oscuros y mistéricos, son sus heraldos y príncipes, aristocráticos mensajeros de su propia esencia que toman en nombre de la “jondura” las geografías en que actúan para después abandonarlas a su albur, tocadas ya por el “jipío” recurrente e inefable que las transforma para siempre.

Ahora les hablaré de uno de esos seres subterráneos. Mejor dicho, les contaré el sucedido venial de un príncipe del Flamenco, un ser inhóspito y nocturnal, analfabeto y aristocrático, que cruzó la vida para cantarla, ajeno a las convenciones   nebulosas del  resto de los hombres. Nuestro príncipe creció descalzo y mocoso al trote de su miseria por las callejas de su barrio de Santiago. Dicen que los gitanos se quitaban de comer para que él comiera, a cambio eso sí, de que les cantara con su voz arriscada, con su timbre de viejo consumido, las siguiriyas y soleás que les hacían llorar porque se acordaban de lo que habían vivido. Así creció nuestro príncipe, al rebufo de su gente, ignorado e indómito más allá de sus instintos, como un animal vulnerado por el hecho mismo de haber nacido, cantando con el coraje telúrico de los perdedores, príncipe de sí mismo en una patria sonora sin puertas y ventanas, sin ley.
¿Jambo o cayo? Requería cuando lo requerían a él. Si el preguntador no entendía, ni siquiera le contestaba. ¿Jambo o cayo? Así pasaban los años hasta que su voz obtuvo el crédito de una verdad irrefutable. Entonces subieron a Madrid a nuestro príncipe para que se codeara a voz en grito en los tablaos con sus iguales y le pusieron casa en un barrio de aluvión que él nunca supo donde estaba. Un taxi lo llevaba a los Canasteros y otro lo devolvía. Un camino del que nada quiso saber, a no ser por una tarjeta que entregaba a los taxistas de turno para que lo depositaran en el tablao y más tarde, herido por el alcohol y el cante, en la puerta de su casa. Nuestro príncipe no sabía donde vivía, ya digo, pero sobre todo aún sin saber quién era sabía quién no era. Su voz era el sumario secreto de su vida.

Me tienen  dicho que de aquella se encaró, noche por noche, con los más acreditados cantaores de la época, que sancionó con su silencio las desbocadas borracheras de los señoritos de ocasión, que juró superar a la muerte encima de su tumba y que celebró las trampas que hizo a los jambos jugando a los chinos. Eso me tienen dicho.

El caso es que a nuestro príncipe, una noche cualquiera, bajo las luces cenitales de la gran ciudad, lo dejaron por error  -tarjeta en mano- a unas cuantas manzanas de su vivienda. Él, al darse cuenta, congestionado por el terror, apeló a su silbido, el silbido por el que hablaba con su mujer. Nada. Nuestro príncipe no tuvo contestación. ¿Jambo o payo? Todavía se cuenta que, de vez en vez, un silbido perturba los silencios de la Avenida Donostiarra, un silbido al siete por medio, que preludia el dolor oneroso del cante gitano. Ah, se me olvidaba. Nuestro príncipe se llamaba Fernando Terremoto. “Siempre por los rincones, me veo llorando”. ¿Jambo o cayo?.

Pedro Atienza, febrero del 2010. Alcalá de Henares. Mes de la muerte de Fernando Terremoto.

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