lunes, 16 de agosto de 2010

LOS RUMBOS DEL FLAMENCO

En cierta ocasión, al acreditado cantaor Aurelio Selles le pidieron su opinión sobre la primera actuación del Orfeón Donostiarra en el teatro Falla de Cádiz. Selles, cauto y sardónico, contestó que le había gustado mucho la coral norteña, aunque no comprendía por qué eran tantos para cantar lo mismo. En esa certera aseveración se esconde uno de los secretos del "cante jondo": el flamenco no es igual a sí mismo, tanto ees así que ya en aire su escritura musical no cabe en un pentagrama. Acaso por eso, en cada jipío gitano, quepan todas las penas del mundo que, singularizadas y plurales a la vez, en la voz inmarcesible de sus protagonistas lo convierten en una de las músicas más estremecedoramente bellas de cuantas existen. Pero además de una estética sonora, el flamenco es también una ética incontaminada, una forma de vida en la que muchos gitanos y pocos payos de la baja Andalucía - Sevilla, Cádiz, Jerez y Los Puertos- han legado sus experiencias para hacerla creer incierta, vulenerada y desasosegada, en las soledades gañanías del algodón, en las oscuras fraguas de arrabal o en los bulliciosos tabancos donde todavía se consume vino pirriaque al compás vertiginosos de la soleá o la siguiriya.
Al respecto, tía Anica La Periñaca, cantaora nonagenaria de culto, confesaba que cuando cantaba a gusto le sabía la boca a sangre; y Manolito de María, viejo cantaor gitano, inquilino de covachas arrumbadas, se enorgullecía de cantar más puro cuando se acordaba de lo que había vivido. Incluso en la actualidad, el gran Rancapino, aludiendo al ssabio analfabetismo que tuteló a sus mayores, dice que el cante veraz se escribe con faltas de ortografía. Y es que el flamenco resulta ser una complejísima suma de sonidos negros y acompasados que publican la naturaleza, casi siempre oprobiosa, de un pueblo broncíneo y musical que convirtió su propio pasado en un grito alzado y ecuménico; puesto que solo lo esencial merce hacerse universal, como lo indicaba Jean Cocteau después de oír cantar a Manuel Torre, cantaor de la edad de oro del cante, y por ende, gallero e inveterado coleccionista de relojes, que dejó dicho este misterioso aserto: "Los cantes viven el el tronco negro de un faraón", quizás invocando al origen principesco que los gitanos se arrogan.
El flamenco auroral, genial trasunto de romanceros españoles, armonías árabes y cantos sinagogales, recogido en sus inicios en forma de cancionero por Demófilo, padre de los poetas Antonio y Manuel Machado, es el empeño sonoro de transmitir discretamente la intrahistoria de los desheredados de aquellas legendarias lejanías hiapanas, en muchos casos gitanos también. Así se fueron forjando los variadísimos cantes- palos- de su árbol genealógico alos largo de más de doscientos años, heraldos musicales de cuatro culturas en una. Lo cierto es que gitanos, cristianos, moros y judíos, en una lujuriosa vorágine mestiza, hicieros concebir aún sin saberlo a un hijo único que ya se ha convertido en patrimonio de la humanidad. Tano es así que el mismísimo Miles Davis, tras un concierto en Madrid, piropeó emocionado los compases sincopados de las bulerías, mientras que Mike Jagger, Bono o Ray Charles se rendían ante la hondura cantaora de Camarón de la Isla y Vicente Soto Sordera.
En estos tiempos globales que nos llevan, el flamenco florece por generación espontánea por todos los auditorios del mundo, convertido ya en la bandera sonora de España. Si tal, pero no hemos de olvidar que esos sonidos negros, desde su nacimiento, se fraguaron en el dolor - también en la alegría- de "los perdedores", sagrados difusores de su propia ignominia. Hasta hace pocos años, el cante, el baile y el toque - el flamenco también es un misterio trino- era, en palabras del Sordera, un postre para los señoritos metidos en farra. Quizás ya no sea así, pero el cante sigue siendo un tueno que atesora en sus entrañas la rabia secreta de quienes lo hicieron posible, voceadores alzados contra la historia oficial de su país. Gracias a sus propia naturaleza, el flamenco todavía habita en las casapuertas de las gitanerías andaluzas, en los penúltimos tugurios de las noches urbanitas y, sobre todo, en los corazones de los que siguen empeñados en cantar la grandeza humana de sus miserias, a través de los melismas que les trascienden. Y es que el flamenco, además de distinto, es público y privado, fronterizo y mundial, singular y plural en sí mismo: una forma de vida que va más allá de sus voz, una filosofía de barra de bar, orgullosa y disciplente, que puede resumirse en una anécdota.
Paseaban El Beni de Cádiz y El Cojo Peroche, el uno cantaor mayor, menos el otro, por una calleja de Cádiz, cuando se dieron de bruces con una lápida que conmemoraba el nacimiento de un célebre escritor: "En esta casa nació el egregio polígrafo D. José María Pemán", rezaba la leyenda. El Beni, después de leerla en alta voz, se volvió hacia El Cojo Peroche -deshecho de virtudes patrias, puesto que era gitano, analfabeto, gangoso, homosexual y, obviamente, cojo - e intrigado le preguntó:
- Cojo, ¿qué leyenda inscribirán en mi casa cuando yo muera?
A lo que El Cojo, más lapidario que él mismo, le respondío:
- ¿Qué han de poner, Beni, qué han de poner?, pues que se vende, ¡joder!.

Pedro Atienza. Artículo publicado en la Revista Diners de Ecuador, número 343, abril del 2009.

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